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La película Veneciafrenia, dirigida por Álex de la Iglesia, se sumerge en una pesadilla visual que mezcla crítica social, violencia estilizada y un aire decadente que impregna cada rincón de la historia.
Desde el primer fotograma, el espectador siente que está entrando en un laberinto sin salida, una Venecia distorsionada, casi fantasmal, donde los límites entre la realidad y la locura se disuelven con la misma rapidez que una máscara en el agua.
Pero lo que más ha generado debate entre los espectadores es su final críptico y perturbador, un desenlace que parece más una herida abierta que una conclusión narrativa.
Un viaje de horror y crítica
La trama sigue a un grupo de jóvenes españoles que viajan a Venecia con la intención de disfrutar de unas vacaciones repletas de fiesta, amor y desenfreno.
Lo que no imaginan es que se toparán con una ciudad enferma, saturada de turistas, donde los habitantes locales han decidido tomar medidas drásticas para recuperar su identidad perdida.
La premisa es sencilla, pero el modo en que Álex de la Iglesia la desarrolla convierte esta historia en una metáfora brutal sobre el turismo descontrolado y la deshumanización del ocio moderno.
El director juega con los contrastes: lo hermoso y lo grotesco, lo festivo y lo macabro, lo superficial y lo trágico.
El resultado es una experiencia que no solo busca asustar, sino también hacer pensar.
El simbolismo de la máscara
Venecia siempre ha estado ligada al misterio, al disfraz, a la dualidad de la identidad.
En Veneciafrenia, las máscaras no solo son accesorios carnavalescos, sino símbolos del odio reprimido, de la violencia que se oculta tras la sonrisa del turismo.
Los locales enmascarados, que atacan a los visitantes, representan una venganza colectiva, una rebelión de los olvidados contra la banalidad del visitante que consume sin mirar.
Cada máscara es una declaración de guerra contra la indiferencia.
Y cuando los protagonistas intentan huir, se dan cuenta de que sus propias máscaras —las del egoísmo, la inconsciencia y la frivolidad— son las que realmente los condenan.
La violencia como espejo
La violencia en Veneciafrenia no es gratuita.
Álex de la Iglesia la utiliza como una herramienta estética y moral, un espejo donde se refleja el deterioro de nuestra empatía.
Cada asesinato, cada grito, cada plano teñido de rojo parece decirle al espectador: esto también es culpa tuya.
El director no busca complacer, sino incomodar, descolocar, hacer que el público se sienta parte del crimen.
Y en esa incomodidad reside la verdadera fuerza del filme.
La decadencia de la belleza
Venecia, ciudad mítica, romántica y casi sobrenatural, se convierte aquí en un personaje más.
Sus canales ya no son espacios para el amor o la poesía, sino corrientes que arrastran cuerpos, metáforas del alma podrida de Europa.
Álex de la Iglesia filma la ciudad como si fuera un cadáver hermoso, una reliquia que aún sonríe mientras se descompone bajo el peso de los selfies y los cruceros.
Esa visión de belleza corrupta impregna cada escena y refuerza la sensación de que estamos presenciando el final de algo más grande: el final de la inocencia del viajero.
El verdadero monstruo
Muchos espectadores buscan al villano en los locales enmascarados, pero el verdadero monstruo es más sutil.
El monstruo es el turista inconsciente, el que pisa sin mirar, el que devora culturas con la misma ligereza con que compra recuerdos baratos.
El filme retrata al turista moderno como una especie de plaga, una horda sonriente que destruye sin querer, que convierte lo auténtico en mercancía.
Y cuando la ciudad responde con violencia, el espectador se ve obligado a preguntarse: ¿quién tiene realmente la culpa?
El final explicado
El clímax de Veneciafrenia llega cuando la protagonista, Marta, logra sobrevivir a la masacre y escapar de sus perseguidores.
Sin embargo, en lugar de un alivio, el final nos deja una sensación amarga, porque comprendemos que nada ha cambiado realmente.
Marta sobrevive físicamente, pero su mirada final revela que algo dentro de ella ha muerto.
Ha perdido la ingenuidad, la fe en la humanidad y, sobre todo, la capacidad de disfrutar sin culpa.
La última secuencia, en la que se la ve navegando entre las sombras, no es una simple huida: es una resurrección amarga, una condena a vivir sabiendo que ha sido parte del horror.
Álex de la Iglesia nos muestra que el mal no siempre desaparece con la muerte del enemigo; a veces se queda dentro de quien sobrevive.
La ironía del título
El propio título, Veneciafrenia, mezcla las palabras “Venecia” y “esquizofrenia”, sugiriendo una dualidad enfermiza.
La ciudad padece un trastorno de identidad: entre la belleza y el caos, entre la cultura y la explotación, entre el arte y la industria.
Esa fractura mental se traslada también a los personajes, que oscilan entre el placer y el miedo, entre la empatía y la crueldad.
El filme, por tanto, es una especie de diagnóstico visual de una sociedad que ha perdido el sentido de lo sagrado.
El estilo de Álex de la Iglesia
El director combina su habitual sentido del humor negro con un tono más sombrío y nihilista.
La película recuerda a sus obras anteriores, pero aquí el exceso se siente más triste, más desesperado.
El uso de la música, los planos deformados y los contrastes de luz crean una atmósfera casi de pesadilla barroca.
No hay redención posible, solo un espectáculo de locura en el que todos participan, incluso el espectador.
El mensaje oculto
Bajo su apariencia de slasher moderno, Veneciafrenia es una fábula moral sobre la culpa colectiva.
Nos habla de la pérdida de conexión con el entorno, de la frivolidad con la que tratamos la historia, la cultura y el arte.
Nos recuerda que la belleza, cuando se convierte en objeto de consumo, termina destruyéndose a sí misma.
Y que nosotros, los espectadores, somos cómplices silenciosos de esa destrucción.
Una alegoría moderna
El final de Veneciafrenia puede interpretarse como una alegoría sobre Europa: un continente atrapado entre la nostalgia y la decadencia, incapaz de detener el deterioro de lo que una vez fue sagrado.
Los personajes simbolizan generaciones enteras que han perdido el contacto con lo esencial, que confunden la libertad con el exceso y la diversión con la indiferencia.
En ese sentido, el filme no solo habla de Venecia, sino de todas las ciudades que se han vendido al turismo, de todos los lugares donde la cultura se ha transformado en souvenir.
La mirada final
Cuando la protagonista observa el horizonte con lágrimas contenidas, entendemos que ese instante resume toda la película.
Ya no mira Venecia como una turista, sino como alguien que ha visto el corazón podrido del mundo.
Y en su silencio hay una súplica, una advertencia y una confesión.
Veneciafrenia termina como empezó: con belleza y horror mezclados, recordándonos que el verdadero terror no está en los monstruos, sino en la indiferencia humana.
Reflexión final
El desenlace de la película no busca respuestas, sino preguntas.
Nos invita a examinar nuestras propias máscaras, a mirar qué hay detrás del placer, del viaje, de la fotografía perfecta.
Porque, en el fondo, lo que Álex de la Iglesia nos muestra no es un cuento de asesinos, sino un espejo de nuestra decadencia colectiva.
Y cuando las luces se encienden, comprendemos que el horror no se quedó en la pantalla.
Se vino con nosotros.
Se coló en nuestras vacaciones, en nuestros selfies, en nuestras risas despreocupadas.
Y eso, precisamente, es lo que hace que el final de Veneciafrenia sea tan devastador.
No cierra la historia, nos incluye en ella.


















